15 agosto 2011

EFECTO FOEHN / DELIRIOS EN UNA NOCHE DE VERANO

Era una noche endemoniada, desapacible en extremo. El viento arreciaba cada vez más fuerte cual si el dios Eolo anduviese cabreado y resoplase a cada instante con mayor ímpetu. El poniente transformado en un viento catabático, diferente e inusual para la época del año, calentaba el ambiente y resecaba el cuerpo y el alma. El efecto Foehn convertía a los vientos del oeste, originados en una borrasca en el Atlántico que hacía su entrada por el Cantábrico; en un poniente fuerte y seco, tanto que disecaba el ánima. Noche de incendios, de agresiones sexuales, de turbios pensamientos que en algunos casos terminaron en crímenes. Convulsiones de la mente azotada por el viento asesino. Locos controlados se descontrolaban. Cuerdos enloquecidos se desataban. Zombis irrumpían en la escena de la desértica ciudad. Objetos voladores de toda especie. Árboles heridos de muerte caían cortando el paso a la nada. Pues la nada era la reina de aquella noche caliente de mente, fría de alma, violentada en su sentir. No soñaba nadie, no era posible soñar escuchando el rugir del infierno por doquier. Persianas voladoras aterrizaban estruendosas sobre los carros mecánicos. Noche de cristales rotos por la risa de Lucifer. Rayos eléctricos cruzando el pavimento, arrancados de su pedestal.

Las sirenas del auxilio se ahogaban en un vano intento de llegar a tiempo para desenterrar de los escombros a quien ya no lo precisaba. Las metálicas caras de los escaparates gritaban a cada momento doloridas por el movimiento.

Dodi, el precioso gato persa de la vecina del quinto B, estaba atrapado por una maceta que traidoramente Cefiro, trastornado, le hubiese regalado. Pero no se la dio, la arrojó y el efecto fue el crujir de los huesos de Dodi que ni miau dijo, sorprendido por tan mala acción de un dios aparentemente benigno y promiscuo.

Felicitas, la muchacha hondureña que atendía a don Segismundo en el tercero A, alucinó al sentirse sodomizada por el anciano comandante que no se levantaba de la silla de ruedas sin su ayuda. No gritó, ni protestó; tal fue su estupor al comprobar que, el severo don Segis, era capaz de andar y de levantar lo que nunca en los dos años en que le estaba cuidando le vio levantado. Sufrió y gozó, no se dio la vuelta cuando él acabó resoplando y salió de la pequeña habitación que daba al deslunado. Pasado un buen rato se levantó y se sentó en el bidé después de llenarlo con agua fría. Luego fue a la cocina se sirvió una copa de vino y la bebió de tirón. Volvió a meterse en la cama y durmió a pesar del ruido ensordecedor de los bufidos de Eolo.

Enriqueta, la vecina del quinto B, andaba despavorida por la casa buscando a Dodi. Le horrorizaba la ventolera, el lamento de los muebles, el tintineo de la odiada lámpara de araña, (regalo de su tía Dorotea) Nunca le gustó la maldita lámpara, pero tenía que estar a bien con su ricachona tía. Soltera, no, solterona por su mal carácter y su enemistad constante con todo el mundo, excepto con el bueno de don Casimiro, el cura. Enriqueta era su única sobrina carnal, lo cual no le garantizaba que le nombrase heredera. Le regaló la araña cuando se casó con el pobre Pepe, jefe nocturno de unos grandes almacenes, sólo libraba dos noches a la semana y esta fantasmagórica noche le tocaba trabajar. Todas las luces de la casa encendidas, parpadeando de cuando en cuando asustadas como la dueña de la casa. Agotada después de registrarlo todo se tomó dos comprimidos de Orfidal y al poco se entregó a los brazos de Morfeo.

En el primero A, la feliz pareja de recién casados dormía apaciblemente después de una doble sesión de sexo, y de haber dado buena cuenta de una botella de champán que les regaló el hotel donde pasaron la noche de bodas. Aquella noche, Marieta, tuvo una vomitera increíble, no comió nada durante la cena pero pasó la noche en el baño liada con el váter de Roca azul marino. Tanto rato estuvo arrodillada frente a él que acabó dormida con la cabeza medio metida dentro. Así la encontró Chechu, cuando apremiado por sus deseos de culminar la fiesta la fue a buscar y tuvo que apañarse solo.

Y en medio de este aventado caos, un hombre, uno cualquiera, sin nombre o quizá lo tenga pero no viene a cuento mencionarlo. Anda contra viento, a duras penas logra hacerlo. Rebusca en sus bolsillos y logra sacar un cigarrillo del paquete ¡estupendo! Ahora solo le queda encenderlo, pero cómo lo hará, no lo sabemos. Lo intenta y vuelve a intentarlo, sin éxito. A favor del viento, así lo hacen los marineros, eso piensa y eso hace. Da la vuelta, de espaldas al nocturno y feroz enemigo, el viento. Que le empuja y le empuja en dirección opuesta a la que iba siguiendo. Él resiste la embestida, mas no puede con tanta fuerza. Ahora ya ni intenta encender el cigarrillo, ya no lo tiene, el viento lo ha robado. ¡Gran idea! Es la que tiene al ver un contenedor volcado y atascado contra un árbol. Allí se mete y queda sentado, protegido del furioso viento que viene más que va y azota todo cuanto le sale al paso. En ese palacio de polietileno se siente seguro. Feliz por su victoria en la lucha contra el dios Eolo, que sigue cabreado y zarandea sin piedad el refugio. Pero a nuestro hombre ya no le importa el viento, ríe satisfecho. Saca su paquete de cigarrillos y enciende uno, da una calada con el placer del vencedor y le habla al viento ¡Tú eres más fuerte, pero yo soy más listo que tú, por eso no has podido conmigo y río el último!

Amanece en la ciudad agotada por una noche desesperada. Hay carteles por el suelo, cristales rotos, árboles que lloran sus ramas esparcidas. El viento ha cesado, es la calma la que anda por la calle despoblada. El camión de la basura aparece, va volcando el contenido de los contenedores en su vientre aplastante. Uno, otro y otro... Sopla una ligera ráfaga de viento y suena una risa. La máquina traga el desperdicio y la risa resuena más fuerte en el espacio. ¡Soy yo quien ríe el último!

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