16 diciembre 2011

MIEDO A ESCRIBIR

Para aquellos que no dedican su tiempo de trabajo o de ocio a escribir, puede parecerles una montaña contar cualquier anécdota o suceso que trasciende su cotidianidad a través de la palabra escrita. Si son capaces de narrar su experiencia con todo lujo de detalles hablando, ¿qué les impide hacerlo por escrito? El miedo.
Quizá al ridículo, a no ser entendidos por quienes puedan leer sus pequeñas o grandes historias. También frena el pararse a pensar antes de escribir, es decir, piensan no son capaces de plasmar su vivencia, su sentimiento. Bien pues, todo eso puede ocurrir y ocurre a quienes escriben como hábito, oficio o de manera ocasional. Lo que pasa es que obvian esos temores y echan fuera lo que sea que tengan dentro, a veces haciendo el ridículo porque nadie entiende lo que dicen o por la simpleza de lo expresado. Lo vivido o inventado no siempre es de interés para terceros.
Es más, el miedo a escribir por quien no lo hace, puede ser menor que el sentido al terminar una obra por el escritor. ¿Gustará a alguien? Esa pregunta es la que marca la diferencia. Quien no escribe la hace antes de empezar y nunca empieza. Está claro que si alguien pone por escrito algo, es para que otro lo lea y su opinión importa tanto, porque la historia solo estará terminada con el protagonista último en el orden, que no en importancia, el lector.
Para poder comenzar a escribir hay que vencer el miedo. ¿Cómo? Muy sencillo, escribiendo. No importa qué ni cómo. Tampoco si hay faltas de ortografía o el estilo es horroroso, casi todo puede corregirse más tarde, lo que no puedes hacer es pararte a pensar qué escribes. Simplemente, hazlo.
Es tan sencillo como...
Recuerdo aquella vez que fuimos de excursión a la playa. Para los que vivíamos tierra adentro era una aventura ir un día al año a ver de cerca el mar. Contemplar la inmensidad, la luz, el color. Sentir la brisa y el calor del sol sobre nuestra piel. ¡Qué maravilla! Lo era más aún por todo lo que suponía de trasiego. La nevera portátil, la sombrilla, la tortilla de patatas en la fiambrera. El balón hinchable, el rastrillo y el pequeño pozal para hacer castillos en la arena. En fin, íbamos cargados a tope en el tren. Aquel tren con asientos de madera y ventanillas que de pronto caían con el traqueteo, porque nunca ajustaban bien. Aquel día veíamos atemorizados acercarse al señor revisor, imponía su presencia, era la máxima autoridad y por entonces “la autoridad” era tal.
—Billetes, por favor. Señora, falta uno, me ha dado cuatro y son cinco.
—Sí, pero el pequeño tiene seis años, aún no paga.
—No tengo seis, ya he cumplido los siete.
Juanito acababa de meter la pata y mamá tuvo que pagar su billete doble, como multa. Por supuesto, al cambiar el revisor de vagón, recibió la consabida tanda de cachetes por abrir la boca. Juanito nunca entendió el porqué le pegó mamá, si siempre le decía que era pecado decir mentiras.
Es tan sencillo como...
Hacía casi el año que no nos habíamos visto, quedamos en la puerta de hogar del centro comercial a primera hora de la tarde. Llegué con algo de retraso y miré, nada, María Rosa no estaba. Pensé mirar en la otra puerta y fui por el interior, tampoco la vi. Por dos veces hice lo mismo, hasta que tuve la feliz ocurrencia de ir por fuera. La distinguí a lo lejos, estaba de espaldas mirando a un lado y otro, aceleré el paso, por fin se giró y me vio. Un año a nuestra edad es mucho, pero no, María Rosa seguía igual que siempre, me sentí feliz al abrazarla.
Pasamos unas dos horas hablando, quitándonos la palabra la una a la otra. Comentando películas, libros, algo de la familia... El tiempo voló, apenas fue un suspiro, en el rincón de la pequeña cafetería. Intercambiamos regalos, ella me dio una película que le gustaba, convencida de que sería de mi agrado. Seguro que sí, aún no la he visto. Yo le di uno de mis libros. Una novela de esas que escribo porque un día no pensé que podría hacer el ridículo. Tampoco me detuvo el hecho de no tener una gran cultura ni una sólida formación académica. Son ya veinte las escritas pero el miedo lo sigo teniendo al terminar, siempre me pregunto, ¿gustará? Eso no me impide escribir porque es como mejor me siento y, por fortuna, suelen gustar a pesar de mis defectos.
Fue una tarde para recordar, por la empatía y esa cercanía que el transcurso del tiempo no ha podido cambiar. María Rosa sigue igual, más ella quizá. Como el buen vino, gana con los años.
Buenas noches golondrineros, mañana tengo la suerte de poder ir a trabajar en tiempos de crisis. Sed felices, ciao.

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