18 junio 2008

ARMANDO

Armando era joven aún, pero ya llevaba dentadura postiza, de esas que quitas y te pones cuando la necesitas. No le molestaba pues cumplía su función a la perfección. Le servía para comer bien y tener una buena imagen. Requería algunos cuidados, esmerada limpieza, que procuraba realizar cada noche con sumo detalle. Siempre se la quitaba para dormir, decían que era peligroso, podía tragársela o ocurrirle cualquier otro percance, así que se la quitaba. Menos en aquellas noches, en las que el deseo de cumplir con sus obligaciones conyugales, le llevaba a dejar la dentadura puesta. Por aquello de poder manifestarse, de la misma forma que lo había hecho siempre, no limitándo sus expresiones amorosas. Cumplió tal cual acostumbraba, con su querida esposa. A la mañana siguiente, no encontraba la dentadura. Hizo memoria de que había hecho durante la noche, por tratar de averiguar, dónde había quedado el dichoso artilugio. Recordó haber buceado entrepiernas, recorrido montículos, adentrarse inundando la oscura profundidad y, ya no recordaba más, el dulce sueño de la misión cumplida le dejó K.O. ¿Dónde estaba pues la dentadura? Buscó por la cama, desesperado. Su mujer reía la mar de divertida, hasta que percibió en la maraña de su entrepierna, allí atrapada, la dentadura con la risa puesta, por haber pasado la noche en lugar tan diferente, al frío vaso con sabor a Corega. Y es que hoy en día, la ciencia avanza una barbaridad. Ya es posible, visto lo visto, que las dentaduras postizas distingan los sabores.

No hay comentarios: