10 agosto 2008

EL VECINO

Como cada día nadaba, era el tratamiento preventivo para sus problemas de espalda. La hacía sentir bien, renovaba su energía. Durante una hora practicaba la natación, lo tenía más que calculado, 180 veces cruzaba su piscina. Ajena a cualquier cosa que pudiese ocurrir, concentrada en deslizarse por el agua, cual sirena sin escamas; con gorrito, gafas y tapones en los oídos. Algo la distrajo de su entrega absoluta. Unas fuertes voces, detuvo su ejercicio y miró en rededor buscando qué. Y de pronto le vio, al vecino, en la ventana del piso con medio cuerpo fuera, algo decía, gesticulaba. ¿Pero qué quiere este hombre, me dice a mí? Sí, efectivamente le hablaba a ella el barrigudo vecino. ¡¡¿Oye, me das esos dos ladrillos que tienes ahí?!! No le entendió al momento, o mejor dicho, no creyó oír lo que había oído. "Perdona, qué dices" se quitó los tapones de los oídos. "No te entiendo, qué dices" ¡¡¡¿Digo, que si me das los dos ladrillos que tienes ahí?!!! Ni siquiera sabía que tenía dos ladrillos y el tipo aquel la interrumpía su ejercicio para pedirle dos ladrillos ¿será posible, cómo se atreve? "Mira, díselo a mi marido, si no te importa" ¡¡¿Es que no le veo, me los puedes dar?!! Sintió cierta indignación, ante la insistencia y decidió que no se los daba, "luego te los da mi marido" volvió a colocarse los tapones y siguió nadando sin darle opción a continuar con aquella absurda conversación a grito pelado. Ya no estaba a gusto, la interrupción la había desconcentrado, ni sabía las piscinas que llevaba hechas ¿cómo podía ser aquello? el dichoso vecino, que cada día truncaba su tranquilidad con sus voces, las de él y el resto de familia y amigos. Que alteraba a su perro disparando tracas cada vez que ganaba su equipo. Que cada noche organizaba algún sarao, asando chuletas y chorizos, cambiando el aroma de su jardín, por todos los que iban saliendo de las brasas. Aquel vecino al que apenas conocía, no sólo se había permitido interrumpir su deseado, necesitado y sincronizado ejercicio; además, en el colmo de la insolencia, a voz en grito, se atrevía a pedirle dos ladrillos. ¿Acaso pretendía que saliese de la piscina para dárselos? Seguro, el muy impertinente, había puesto hasta mala cara al oír su respuesta.
Le contó a su marido con toda la indignación que había almacenado. Él respondió tranquilo, razonado como siempre. "Hay que estar a bien con los vecinos, dale los ladrillos, no sé porqué te alteras no es bueno para tu espalda, sólo son dos ladrillos"

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