16 febrero 2012

¿CUENTO O PESADILLA?

Érase una vez... en un lugar de España, del cual no quisiera acordarme.

Así podría comenzar el cuento de mi vida. Porque de verdad lo que he vivido ha sido un cuento, no de cuento, sino que fue cuento y no real por más que lo fuese; pues nada de lo vivido se acercó ni remotamente a lo que soñé que viviría, si es que en algún momento tuve tiempo de soñar, o quizá no supe hacerlo.

Mis padres tuvieron la gracia de ponerme el nombre de una tía solterona, no digo soltera porque eso solo significa no estar casada. Mi tía Angustias era solterona desde que nació. Fea como si la hubiesen hecho de prototipo para una feria. Coja de la pierna derecha, es peor que serlo de la izquierda; porque si tienes que levantarte con el pie derecho para que las cosas te vayan bien y, resulta justo es el que te funciona mal, podéis imaginar le fue fatal en algunos aspectos. Vivía sola desde siempre y eso para mí ya era algo rematadamente malo.

Además, el hecho de ser coja ya se sabe que imprime carácter. Sí, un carácter de mil diablos que causaba pavor, unido a su fea cara le hacían merecedora por doblete del mote con que la conocían en los alrededores, “La Mala Jeta”.

Era alta y hombruna toda ella. Sus manos más bien eran como rastrillos, arrastraban al intentar acariciarte como si quisiese arrancarte la piel ¿Acariciar? Es un decir, porque fue algo que no supo hacer jamás. La voz, tal que sacada del fondo de una tinaja, fosca y fuerte. Daba como eco al elevarla, cosa que hizo casi siempre. Porque eso sí, gustaba imponer su opinión y la daba incluso a quienes no querían escucharla. Tampoco era agradable oírla reír, por fortuna no lo hacía a menudo, porque atronaba y te dejaba con dolor de cabeza para una semana. Aparte, al hacerlo abría la boca y podías ver con toda claridad hasta la campanilla pues le faltaban varios dientes.

Puede parecer que describo a una mujer monstruosa, pues sí, siempre me lo pareció en la distancia y más cuando íbamos a visitarla. Si tenía alguna duda de que fuese cierto, se disipó en los años que tuve que convivir con ella. Y es que mis padres pensaron que lo mejor para mí era vivir con mi tía Angustias. No tenía hijos, cómo, si no hubo nadie que se le acercase. Soltera de por vida, tendría que haber sido uno ciego y sordo para andar cerca de ella.

Era rica, para aquel entonces, poseía tierras y una granja de cerdos; una buena herencia. Y de eso se trataba, que yo heredase no solo el nombre, también la hacienda. Por supuesto no me preguntaron si ese era mi deseo, mi sueño o mi empeño. Nada, un día al levantarme me llevaron a su casa. La verdad, en la mía éramos muchos, seis hijos tenían cuando llegué yo; la número siete y claro, descansaron de mí regalándome a la tía Angustias.

En su casa comencé a vivir el cuento de mi vida, ¿dije cuento? Más bien fue pesadilla, en realidad no sé qué fue. Ah, por cierto, todo el mundo me llama Angus, para no confundirme con mi tía Angustias. Como si eso fuese posible, nadie puede parecerse a la tía Angustias, gracias a Dios.

La casa era grande y mucho más teniendo en cuenta que solo la ocupábamos ella y yo. Mi habitación estaba en el lado que daba a la pocilga. Si abría la ventana el perfume de los cochinos me anestesiaba, si no lo hacía en verano me asaba de calor; daba a poniente y toda la tarde pegaba el sol. En invierno me helaba porque ni una mala estufa tenía. Tampoco había agua caliente, ducha sí, pero con agua fría. Me acostumbré, qué remedio. La tía Angustias decía que era muy sano lavarse con agua fría, los piojos nunca acudían. No creo que ningún piojo se acercase a ella, no son tan tontos.

Una gracia tenía la tía Angustias, era muy trabajadora. Pero lo que en ella era gracia fue para mí desgracia. Quiso que yo fuese como ella. Me hizo levantar con el alba y ayudar en todo lo que suponía la atención a los cerdos. Es decir, desde ponerles el pienso a quitar el estiércol. Ella hacía de todo, incluido llevar el tractor y trabajar la tierra. Yo también aprendí, no por ganas, pero lo hice. Y no solo eso, limpiaba la casa y llevaba a un bar del pueblo todos los días los huevos de las varias docenas de gallinas que tenía.

El pueblo estaba a casi cinco kilómetros, al ir llevaba en la carretilla los huevos, al volver la compra que me mandaba hacer. Por supuesto no tenía televisión, una radio vieja, pero ni eso me apetecía oír por la noche; caía reventada en la cama. Siempre he sido delgada, pero en el primer año perdí lo poco que me adornaba. Me iba pareciendo a la tía Angustias y eso me trastornaba.

De cuando en cuando contrataba a unos hombres, para las tareas más acuciantes del campo. Como sembrar o recoger la cosecha, pero fuera de esos trabajos no llamaba a ninguno a menos que fuese muy obligado. Siempre decía que a ella le sobraban ganas y fuerza para ocuparse de todo. Yo no contestaba, pero sí pensaba que si tanta energía tenía para qué me quería a mí. Estaba claro, iba a ser su heredera y tenía que ganármelo.

A mi familia la veía en las fiestas de guardar, o bien venían ellos o iba yo a mi casa. Fuera de eso, no descansaba nunca un día entero. En vista de que no me dejaba un rato libre, dije que yo era de cumplir con la iglesia los domingos. Mentira y gorda, porque desde la comunión no había pisado la iglesia más que en alguna boda o en los entierros; en mi pueblo si se muere alguien vamos todos. El caso es que me sirvió, para que luego digan que con la verdad se va a todas partes. A partir de entonces fui a misa todos los domingos, después de dar de comer a los cerdos y aprovechando el viaje para llevar los huevos.

Lo de ir a misa es un decir, iba, entraba de las primeras para que me vieran bien, me sentaba de las últimas y cuando me parecía salía de allí al trote. Daba un garbeo por la plaza y con las cien pesetas que me daba para echar al cestillo de la iglesia, me tomaba una coca cola y me compraba tres cigarrillos y aún me sobraba algo. Los vendían sueltos en un quiosco. Lo que me quedaba lo iba guardando y cuando tenía suficiente compraba un paquete.

Porque eso sí lo tenía la tía Angustias, sabía llevar las cuentas mejor que un contable de banco. Si necesitaba comprar algo me daba el dinero, pero luego me pedía la factura de la tienda y no podía sisar nada. Nadie pedía factura en el pueblo, pero yo sí y no me ponían mala cara ni nada, estaban acostumbrados. La tía Angustias tenía un pilón de cajas lleno de facturas y unos libros de cuentas que ni el ministro de la hacienda de España. Del primero al último céntimo estaba anotado. Cuando iba a ver a mis padres me daba lo justo para la ida y vuelta del autobús, más cien pesetas de extra, con la coletilla “esto por si tienes necesidad de algo”. Tenía fama de avara, yo no diría tanto, pero bueno, bastante roñica sí era. Claro que gracias a eso tenía tan buena hacienda, de las mejores de la comarca.

Pasé mi adolescencia con ella, cuando cumplí los diecisiete ya llevaba tres años viviendo allí. Empecé a dar la vara, cuando tenía oportunidad, para que me dejase ir a una autoescuela y poder tener el carné de conducir. Casi el año me costó que accediera, pero al final aceptó con una condición, tenía que aprobar a la primera. Me quedé más espárrago que estaba, hasta las bragas me caían, pero aprobé, ya lo creo. Luego vino el convencerla de lo rentable que podría ser tener un coche. La rentabilidad de las cosas era muy importante para ella. Seis meses me costó lograrlo, pero lo compró y nuevo.

Con el coche la cosa cambió, porque ya desde el primer día me puse de acuerdo con el chico de la gasolinera para que me diese un recibo por algo más de lo que ponía de gasolina. Por fin pude hacer sisa, claro que una parte se la daba al Pelao; así lo llamaban todos. Pasaron los años y a pesar del coche y mis escapadas dominicales, ningún mozo se acercaba a mí. Nada, como si fuese mi tía. Y eso que yo no estoy nada mal, algo esquelética sí, pero bueno, otras estaban igual y con novio iban. Cumplí veinticinco y mi vida siguió siendo la misma. Ya me había acostumbrado, incluso tenía el ánimo hecho de no tener novio mientras mi tía estuviese viva. A veces me daban ganas de tirarla al pozo, porque las fuerzas le iban menguando y por tanto, a mí me aumentaba las tareas con lo que cada vez tenía menos ganas de nada. La idea de pasar la vida esperando la herencia sin poder disfrutar nada mientras, me cabreaba, sí, comencé a tener mal carácter. Ya se habían casado cuatro de mis hermanos, bueno, dos chicas y dos chicos y yo sin olerlo. Porque los domingos ya ni iba a “misa”. Como mucho entraba en el bar cuando llevaba los huevos y me tomaba una cerveza. Nadie se acercaba y eso me tenía mosca. Un día pregunté al Pelao, si sabía por qué los chicos no se acercaban a mí.

—Natural, uno que se acercó a tu tía murió en el acto.

—¿Qué dices? Mi tía no ha tenido novio nunca.

—Ya, novio no fue, pero murió en el acto.

—Pero, ¿de qué murió, enfermó? Ella no le pudo contagiar, tiene una salud de hierro.

—Murió en el acto.

—Oye, Pelao, pareces tonto. Uno se muere de algo, bien puede sea de repente, pero de algo.

—Pues eso es lo que digo. Murió en el acto, eso fue. La tonta eres tú, ¿no sabes lo que es el acto? Pues eso, en ese momento murió, tal cual. Debajo de ella, porque era ella la que estaba encima. ¿Lo has entendido ya?

Sí, por fin lo entendí, estaba claro, nadie se acercaría a mí con ese antecedente familiar. Pensé en dejarlo todo y marcharme, pero mi padre me convenció o más bien yo misma. Sí, no me atreví a salir de allí. Con la poca escuela que tenía y sin más experiencia que los cerdos y el campo ¿adónde podría ir? Allí seguí tres años más.

Un día la tía Angustias no volvió del campo, ya era noche cerrada y salí a buscarla. El tractor había volcado y ella estaba debajo, reventada. Solo un tractor pudo acabar con ella.

Vino mi familia para el entierro, la mar de contentos porque yo heredaba. A esas alturas a mí ya no me importaba la herencia, todo lo veía negro. A pesar de todo me había acostumbrado a la tía Angustias y me dio por llorar a moco tendido durante una semana.

Al cabo de la cual, escoltada por mi padre, fui al notario para ver el testamento y poner en orden las cosas. ¿En orden? Sí, en orden nos pusieron a los dos. No era la heredera. La tía Angustias tenía un hijo, de aquel que murió en el “acto”. Al parecer lo parió sola y lo llevó a un convento, allí lo criaron y le hicieron cura. El cura era el heredero de todo, a mí no me dejó nada. Solo tenía unas veinte mil pesetas de lo que pude sisar con la gasolina.

Con ese dinero fui a Barcelona y tras dar algunos tumbos acabé trabajando haciendo el “acto” y cobrando por ello. Así acabó mi pesadilla, cuento o lo que fuese que viví durante aquel tiempo, aún no sé lo que fue. Tampoco sé si sigo en ello.

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