18 octubre 2008

EL ENTIERRO

Nada se parece tanto a un altar como una tumba. Dice Alfredo Muset.
Ha tiempo, que los entierros no son plato de mí gusto, el motivo es claro, ya he tenido que acudir a demasiados. Algunos de ellos, por tocarme muy cercano, me han supuesto dejar allí, donde sea que estén los que ya no están, parte de mí.
Quebrada tu alma, hasta el cuerpo parece romperse. La razón no atiende a razones, el dolor te invade y obstaculiza tu vida, el pensar y el sentir.
Te resulta duro, inmensamente duro, seguir respirando, comiendo, hablando, pensando, riendo... sin el ser que físicamente has enterrado. El llamado "campo santo", aun bien adornado con flores, césped, enormes y bellos cipreses, nichos con suntuosas lápidas de mármol negro otras de delicados colores con tallas elaboradas... todo ello te resulta oscuro aunque brille el sol en todo su esplendor, por lo que encierra por lo que entierras.
Hay una paz no deseada que inspira respeto y te impulsa al recogimiento. Te lleva a meditar sobre lo que casi nunca quieres hacerlo y puede que debiéramos. Los cipreses, aquellos que creen en Dios, enormes alzándose hacia el cielo en erguida y majestuosa postura. Acostumbramos a orar inclinados, de rodillas, con sumisión; ellos no, los cipreses están, no como retadores no los veo así, mí impresión es que parecen orgullosos de ser el nexo de unión entre los que allí dejamos y Dios. Puede que sea de esa manera y sean ellos los que ayuden en la ascensión de las almas, liberadas ya de los cuerpos putrefactos, inservibles y malolientes. Porque si algo he llegado a tener claro, de todo lo que he tenido que vivir hasta el momento relacionado con los entierros y los cuerpos, es qué, el cuerpo en realidad no es nada, sólo la envoltura del alma, del ser verdadero que somos cada uno.
Cuando se muere simplemente el cuerpo ha caducado, de ahí su corrupción inmediata. Pero somos en nuestra cultura respetuosos con los restos, cuidamos el detalle durante las exequias y el lugar donde los depositamos. Procuramos un buen féretro, flores engarzadas con primoroso detalle formando coronas; como dándole al cuerpo que enterramos un premio por su vida. Coronando de esa manera, emulamos a los dioses del Olimpo, elevamos al cuerpo que despedimos y le damos la categoría de grandeza.
Procuramos que todo el funeral sea respetuoso, hablamos nada o poco y en voz baja. Lloramos si nos es querido o enmudecemos presos de la opresión que la emoción nos causa.
El enterrador actúa con esmero y diligencia cuidando de no prolongar innecesariamente el momento más penoso para los asistentes de todo lo que supone el ritual.
Dejamos pues los cuerpos en un lugar aparentemente agradable, atendido, adornado; tras unos actos ceremoniosos, desde el primero hasta el último. Lo habitual, por otra parte, en todos los entierros a los que he asistido. En todos menos en uno.
Aburrirse es besar a la muerte. Dice Ramón Gómez de la Serna.
No asisto a un entierro sí puedo evitarlo, pero aquel día, aquel entierro era de obligado cumplimiento, porque tocaba y porque a sí lo quería. No me era tan cercano como para llorar, pero sí deseaba asistir, por respeto a la persona que íbamos a despedir y por lo cercana para otra que sí me es muy próxima.
A primeras horas de la tarde salimos desde casa a un pueblo del interior, cercano en el espacio pero lejano en otros aspectos.En total fuimos siete los que nos desplazamos.
La difunta, pues era mujer, una buena persona; mayor pero no vieja, era la esposa del hermano de "leche" de Lisa.
Los hermanos de leche eran frecuentes años atrás. Los hijos se criaban con leche materna, cuando le faltaba a la madre se buscaba a otra que estuviera amamantando y le sobrara. A sí le ocurrió a Lisa. Conocía a la difunta pero fui más por Lisa que por la finada.
A pesar de ir con mí gente, con la gente que quiero y porque quería, sentía cierto desasosiego interior. Recordar, revivir lo que has tratado de olvidar, borrar de tu mente por seguir viviendo. Trataba de bromear, como todos, porque el recuerdo aún lo tenemos todos demasiado cercano, y tan lejano al tiempo; tan poco asumido aún aunque aparentemos lo contrario.
Tras la ceremonia religiosa iniciamos a pie el recorrido hacia el cementerio. Estaba lejos, muy lejos. Nada de hablar bajo, ni de ir cabizbajos. Como paseo de amigos, entretenidos, observando y saludando. Hasta aquí la cosa ya tenía otro color, no era el habitual.
Llegamos por fin al mal llamado en este caso "campo santo". Y sí digo, mal llamado, es por qué nada parecido con la idea, imagen y conocimiento de un cementerio que tuve hasta ese día.
Una construcción de piedra, que en su momento debió de ser una representación adecuada y en la actualidad un media ruina, en el exterior, fue lo que encontramos al llegar. La puerta, estrecha para el paso del ataúd más los que cargan con él, obligaba a ajustarse bien a la caja. Al poner el pie en el escalón de la entrada nos paramos, el olor a muerto, de muerte, nos golpeó el rostro. "No respires" le dije a mí ahijada que me miraba, con sus bellos ojos abiertos de par en par. El miedo, la impresión espeluznante ante lo que fuimos viendo, no cesó hasta llegar al final, una parte nueva.
Tumbas revueltas con la tierra apilada a un lado con descuido. Bolsas de plástico negras, aquí y allá. Restos, sí huesos a la vista. Malas hierbas por doquier, el pasillo con los ladrillos rotos y sueltos, teníamos que mirar por donde pisábamos. Nichos abiertos, deteriorados, con agujeros. El tejado de los nichos con las tejas rotas, rotos en el muro. Y el olor persistente y angustiante.
Atravesamos a lo largo tan tétrico lugar, cual si fuese el escenario de una película de terror, el sol parecía no iluminar. Torcimos a la izquierda subiendo por un pasillo demasiado estrecho, volvimos a torcer a la derecha y llegamos a lo nuevo.
Más amplio con nichos nuevos, algunas lápidas. Ya por fin, llegamos. La última hilera nueva. El suelo lleno de cascotes, montones de piedra y tierra por todas partes, al parecer por las obras. Cuál es nuestra sorpresa al descubrir una enorme puerta, moderna, con una replaza grande, todo adoquinado. Nos preguntamos ¿cómo era posible? qué nos hubieran hecho atravesar toda la maltrecha parte vieja, teniendo semejante entrada, además de, dar directamente al sitio donde iba a realizarse la inhumación.
Hasta ese momento todo nos había parecido horroroso, pero lo que vino a continuación fue todo lo contrario. No nos aburrimos, para nada. Me quedé un poco apartada, no quería ver lo que creía saber ocurría a partir de ese momento, evitando el recuerdo. Me dediqué a contemplar los cascotes, maldiciendo para mis adentros por tanta dejadez, por la falta de respeto. Amparo andaba rondando ahogando emociones.
Sento me da un codazo, veo a Tico ahogando la risa y miro ¡horror! pero esta vez cómico, o mejor, tragicómico. El sepulturero encaramado frente al nicho con chaqueta, rígida por la mugre. Como el pelo, tal que rastras parecían sus cabellos. Gafas de sol estilo Ray Ban, antiguas, a lo Clint Eastwood. Mocasines negros muy sucios. Pantalón tieso y no precisamente por estar almidonado, dejaba ver medio palmo los calcetines. La imagen del personaje superaba con creces a lo visto anteriormente. Ni idea de lo que estaba haciendo.
Sento amenazó con poner en marcha en su móvil el tono de "la muerte tenía un precio". Nos moríamos de la risa, nos dábamos la vuelta para no estallar. Un hombre orondo, limpio, dirigía con poca precisión al fallido enterrador, que no daba una acertada. Richard dijo que ese era en realidad el enterrador.
Se hacía interminable, el sujeto aparte de inoperante era lento. Le faltaba un cigarrillo en la boca, hubiese estado perfecto en el papel con ese detalle, y más sí de vez en cuando nos hubiese deleitado con un escupitajo de tabaco mascado. Debía de cobijarse en alguna de aquellas tumbas medio abiertas, su ropa le delataba como zombi. Le imaginábamos de noche deambulando por tan tétrico lugar, arrastrando las bolsas negras llenas de restos de un lugar a otro. Todo eso comentábamos mientras asistíamos al delirante espectáculo, digno de haberlo dirigido Buñuel, sí habláramos de una película.
No, no estábamos aburridos a pesar de que aquello se alargaba y se alargaba. La risa nos bailaba en los ojos y las ganas de salir de allí aumentaban para poder soltar la carcajada.
En cuanto nos fue posible abandonamos el escenario de la tragicomedia, salimos por la puerta nueva, con replaza adoquinada en color rojizo, con jardincillo, limpio, adecuado, cuidado. Todo ello fuera del cementerio, dentro justo al revés.
El regreso hacia casa fue una constante carcajada, relajados, olvidados del motivo del viaje; al final, resultó una excursión familiar y divertida.
Hicimos el comentario, desternillante, de lo que podía suponer sacar en primera plana, la foto de la "Copa de América" coincidente en el tiempo, junto a una del cementerio con el enterrador y sus gafas. Las lágrimas saltaban por la risa.
Nos pareció haber viajado en el tiempo, a esa España negra y profunda, contada, historiada y plasmada en alguna película. De la imagen de la tranquilidad, de la pulcritud y buena estética de nuestro cementerio; de la eficacia de nuestro enterrador, a lo que tuvimos que ver ese día, distaba afortunadamente para nosotros y los restos de nuestros allegados, mucho más de un siglo.
La muerte, esta vez, fue la excusa para pasar una tarde, que si en el inicio nos horrorizó; al final, nos hizo olvidar el malestar del principio. Y sin ningún pudor confieso que no, no nos aburrimos, esta vez la muerte no recibió de nosotros ningún beso.
Y espero que tarde mucho en recibirlo.
Un saludo golondrinas, la historieta es verídica. Existe el cementerio y ocurrió tal cual os lo he contando.






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