07 octubre 2009

EL FARO

Con la mirada enturbiada colgó el teléfono sin llegar a marcar. Llevaba días con ello en la cabeza, no era realmente así, porque los sentimientos no se alojan ahí. Decían los antiguos griegos que era el hígado el que almacenaba o filtraba las emociones. Ahora es el corazón, quizá porque resulta más bello, más plástico para la rima. El caso es que le latía a intervalos el impulso de llamar y seguir con aquella etérea y discontinua amistad. En su día a día allí estaba y sin embargo la ausencia era total. No se rompió nada, simplemente fue dilatándose la frecuencia hasta ser apenas una onda en lontananza cuyo sonido apenas era perceptible.

Era su estilo, su individualidad, su independencia casi insultante. Como si un faro fuese, veleidoso y dueño absoluto de su luz, alumbrando desde lo alto de la colina de una isla sin que nada le afecte. Marcando el camino a la vida de los náufragos cuando se le antoja, cuando le divierte o simplemente como si de una dádiva se tratase.

Como si una boya fuera esperó siempre la luz del faro, a su entera disposición, aguantando la tempestad, los truenos y relámpagos, las olas que la sacudían una y otra vez. La calma chicha que se prolongaba en un tiempo miríado. Sin atreverse a irrumpir en su isla, siquiera fuese por sacudirse el anquilosamiento que le producía la espera; en un exceso de celo de aquella independencia, de respeto absoluto a su estilo y manera de comportarse. La espontaneidad, la total y absoluta confianza se desvanecían con la distancia; y surgía la luz del faro en lo alto de la colina de la isla demarcando un territorio que siempre la cohibió.

Y por fin logró desasirse del fondo del mar, del pasado luminoso intermitente y voluble; decidió dejarse arrastrar por la corriente allende los mares, y colgó el teléfono sin llegar a marcar el número del faro en lo alto de la colina de una isla.

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