07 julio 2010

¡GORA SAN FERMÍN! VIVAN LAS FIESTAS DE NUESTROS PUEBLOS

Hoy quiero contaros un cuento. Parece ser que hay un poco de lío entre el cuento y el relato. ¡Y, a mí, qué! No tengo problema, porque el cuento lo relato. Comenzaré la historia tal cual se hacía antaño, imaginad que estáis sentados junto al lar, chisporrotea el fuego. La mirada clavada en las llamas que danzan y forman figuras, caras... Y el abuelo os cuenta...

Érase una vez: Cuando yo era casi tan joven como vosotros, porque yo, no siempre he sido abuelo. Fue en el verano, entonces el verano no era para estar de vacaciones ni ir de viaje, teníamos que trabajar, había trabajo y mucho, aunque poca paga. Pero también íbamos de fiesta, a todas las de la comarca. Cómo podíamos, en carro, en bicicleta. Algunos tenían moto, pero eran los menos; uno de ellos, Fernandino, el hijo del boticario. Pero la mayoría hacíamos el camino “A San Fernando” un ratito a pie y otro andando campo a través. Cuando llegabas a la plaza del pueblo, que era donde celebraban la fiesta, ya llevabas la camisa sudada y arrugada, a menos que hubieses tomado la precaución de quitártela durante el trayecto.

El caso es que de todas partes acudía la gente y, nos íbamos encontrando a conocidos o parientes. Cuadrillas enteras por sendas, caminos y atajos. Mis amigos y yo, decidimos que teníamos que llegar bien apañados, llevábamos intención de conquistar a unas mozas, con las que ya habíamos hablado en varias ocasiones y teníamos comprometido un baile. Así que decidimos ir con la ropa de trabajo, entonces no teníamos tantas mudas como ahora, una o dos a lo sumo para trabajar y, una especial para domingos y festivos. Cogimos un hatillo al hombro con la ropa de más vestir y los zapatos. Yo tuve los mismos zapatos durante, ya no recuerdo, ocho o diez años. Mi madre me los compró tres números más grandes con la idea de que me valiesen para el crecimiento, al principio llevaba unos retales en la punta. Por supuesto que si llovía o había barro te los quitabas para no estropearlos.

¿Por dónde iba? Sí, sí, ya lo recuerdo, el día aquel de la ropa. Llegamos a los aledaños de Fuente Sana, ya se oía la música de la procesión. Eso era lo primero, el pueblo entero participaba, por entonces todos teníamos el mismo Dios y las mismas costumbres de iglesia y, pobre del que no cumpliese con recato o faltase a la misa. En la iglesia, nada indecoroso podían las mujeres llevar, la cabeza cubierta con el velo; los hombres, descubierta como manda el protocolo y las mangas no podías remangarlas aunque fuese día de poniente. Pensamos que lo mejor era lavarnos un poco y así llegar limpios por fuera y por dentro, teníamos tiempo mientras duraba la procesión, porque no siendo del mismo pueblo no había obligación de asistir, a cada cual lo suyo.

Existía por entonces una alberca que decían que era del tiempo de los moros. Nos vino darnos un chapuzón, el agua estaba fresca y nos pasamos un buen rato haciendo gansadas. Ya refrescados y dispuestos a conquistar a las mozas, salimos para vestirnos y nuestra sorpresa fue encontrarnos sin los hatillos ni la ropa que llevábamos puesta. Como Dios nos trajo al mundo estábamos, quiero decir que con las vergüenzas al aire, porque ninguno tenía un bañador de esos que tenéis ahora media docena. Nadábamos en calzón de normal, pero dadas las circunstancias no llevábamos más que uno, que tampoco teníamos tantos como vosotros. Yo recuerdo, de siempre, dos grises y uno blanco, el blanco por supuesto para la fiesta. Ya os podéis imaginar la cara que se nos quedó. Cuando, de fijo, en cuanto tenías oportunidad te estabas riendo tomando medida del asunto, por ver quien orinaba más lejos o la tenía mayor. Pero en ese momento no nos reíamos, todos tapándonos con una o con las dos manos. El que la tenía más larga era Nicasio, el corto le llamábamos, porque era corto de entendimiento. Pasados los años fue alcalde una temporada, tuvo mala suerte ese chaval, se cayó de la higuera y allí se quedó con el cuello partido.

El caso es, que no podíamos ir al pueblo de esa guisa, ni volvernos para casa. El cabreo que teníamos era de órdago, ni pensar que nos dejaba. Además, muertos de miedo por si la guardia civil nos pillaba en esa situación. Al Gregorio, que era el más avispado, se le ocurrió la solución. Tenía talento, llegó a conductor ferroviario, en Madrid vivía, si no se ha muerto. Los de la banda de música siempre se cambiaban de ropa en un corral que no estaba lejos, era de las últimas casas del pueblo o de las primeras según vayas. Gregorio pensó que uno se llegase allí y cogiese la ropa de los músicos. Nadie quería ir voluntario y lo echamos a suerte. A mí me tocó. No recuerdo haber pasado peor rato que ese. Llegué al corral, la puerta siempre estaba abierta; nadie cerraba las puertas, no ya de los corrales, ni de las casas tampoco. Entré y miré, nada, los animales solos estaban. Me acerqué al cobertizo y allí estaba la ropa. Me disponía a cogerla cuando sonó un chasquido, me giré y casi me caí muerto. Una de las mozas con las que pensábamos encontrarnos, allí estaba, vestida de ceremonia, con teja y mantellina. Me miró sin pestañear, bien mirado y, yo, tieso como un palo, ni a respirar que me atreví. Un siglo me pareció que duraba aquello, cuando se cansó de mirarme siguió adelante y entró en la casa. Aún tardé en reaccionar, pero lo conseguí, volví a la alberca con ropa para todos. Pero me olvidé de las albarcas y descalzos regresamos a nuestro pueblo. Sin fiesta y sin ropa nos quedamos, nunca supimos nada. Pensamos que debió ser un buhonero que solía venir por esas fechas a vender baratijas, porque por más que revisamos a todos en otras fiestas, nunca vimos una de nuestras prendas.

Y esa es la historia. Ya casi me olvidaba, lo bueno de aquello, porque siempre tienes que sacar la parte positiva de las cosas; fue que, el único que consiguió una moza de las que nos gustaban fui yo. Me casé con vuestra abuela, ella y, no otra, fue la que me vio las vergüenzas aquel día. La única mujer que conocí, quitando de La Murciana, a la que fuimos en cuadrilla para la primera vez, pero esa no contaba para casarse ni para nada más que no fuese lo que hacía. Entonces no era como ahora, que conocéis a tantas.

Recuerdo que yo no me atrevía a acercarme a ella, después de aquello. Fue ella la que se acercó un día y me dijo muy quedo: “Aún me debes un baile, ¿lo has olvidado?”

Y colorín, colorado, este cuento o relato ha terminado.

No lo vuelvas a leer sino te ha gustado.

Casi buenos días golondrineros, estoy de vacaciones y he prolongado la noche. Hoy es San Fermín, fiesta a la que acuden muchos de otros pueblos, como antaño, conservar nuestras costumbres no es tan malo. ¡Gora San Fermín! Ciao.

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