05 octubre 2010

CUÉNTAMELO, CAPÍTULO 11



No soy yo, mas no me importaría estar tal cual, frente al mar. A veces viene bien parar, alejarse del mundanal ruido y relajarte, recordar, pensar... lo que tú quieras. Lo cotidiano no siempre da para eso. Hay demasiado ruido en nuestro entorno. Voces que protestan airadas sin motivo ni razón. Voces que enmudecen ante la injusticia y su eco sordo nos inquieta. Gente que grita para imponer su opinión pensando erróneamente que, así son más convincentes. Agitan a papanatas, iletrados; y otros muchos que, por su sencillez y credulidad, son incapaces de pensar que, quien así habla puede estar equivocado. Palabras grandilocuentes puestas en boca de personajes mediocres que, tergiversan y mancillan, cuanto y a cuantos mencionan. En resumen:“Mucho ruido y pocas nueces” —comedia de Shakespeare—

Pero si no te es posible estar así frente al mar, puedes relajarte y... leyendo el siguiente capítulo de Cuéntamelo.

CAPÍTULO 11

Finales de agosto. Hay fiesta en el pueblo, no se trabaja. Hoy, Serafín se ha puesto la muda de los entierros, la misma con la que se casó. Pepa, aún en la cama, lo está mirando.

¿Adónde vas, ha muerto alguien?

No, vamos los dos, hay que estar en el balcón cuando pase la procesión.

¿Y por qué no me lo has dicho?

Ya lo he dicho.

Lo has dicho ahora, tenías que habérmelo dicho antes. Me hubiese comprado algo más elegante. Si hay fiesta, la gente irá bien vestida. Lo que me compré, es para ir por casa y poco más. A ti eso te da igual, pero a mí no.

La procesión es por la tarde, si quieres comprar algo vamos a La Gineta, lo que quieras.

Si es por la tarde, ¿por qué te vistes ya?

No voy a gastar dos mudas. Hoy no puedo trabajar, es la fiesta.

Bueno, eres el colmo. En fin, me visto y nos vamos. Veré si encuentro algo adecuado.

Ha encontrado un vestido azul marino, con escote cuadrado; le parece que está bien para asistir a una procesión. En la misma tienda hay ropa de hombre. Ve una camisa blanca que le gusta. Le pregunta a la dependienta si tiene talla para su marido. La dependienta lo mira con atención, hace un gesto de duda.

Si quiere, le miro en las tallas de niño, puede que la dieciséis le venga bien. Es tan pequeño.

No lo tiene todo pequeño, se lo aseguro. Deme la dieciséis.

La dependienta se ha puesto roja como un tomate. Pepa siente cierto regocijo al verla turbada.

Habrase visto, la maleducada, si no fuera porque necesito el vestido me iba sin comprar, se ha quedado de una pieza.”

Serafín paga y salen.

He cogido una camisa para ti.

Para qué, ya tengo.

Para que vayas bonito, hoy me da la gana de lucirte, así que te la vas a poner para ir a la dichosa procesión ¿Dónde te compras tú las camisas?

Las hace Remigia, nunca me he comprado nada; el pantalón y la chaqueta lo hace un sastre de aquí. La ropa interior de la tienda.

Y por lo visto no sabe hacer otro modelo, siempre el mismo , y con la misma tela.

La pana es buena para todo el año, las vacas llevan la piel siempre.

Tú no eres una vaca. Si te gusta así, pues así. Ahora, la camisa te la vas a poner, si te viene bien, que falta verlo. Anda, vamos a casa, hace un calor insoportable, y tú, con la piel.

Han subido los dos a la habitación. Pepa se viste, él sentado en la cama mirándola, sin decir nada, ella le observa de reojo.

A pesar de la tripilla, estoy buena, tengo que gustarle por narices; pero ahí está, como una estatua, incapaz de decirme nada. Poco he logrado que mejore, en realidad nada, míralo el jodido, como si estuviera muerto.”

Veamos la camisa, quítate la que llevas.

Le está bien, un poco cortas las mangas.

¿Qué, cómo te ves?

Con camisa blanca.

Nos ha jodido mayo por no llover a tiempo. Desde luego hijo, se dejaron la sal en el salero ¿Te gusta?

Lo blanco es blanco.

¿Y, a mí, cómo me ves? Y no me contestes que de azul marino, que te arreo.

Serafín sonríe, la mira, la mira por detrás, la vuelve a mirar.

Estás bien, eres el ama y se nota.

En qué se nota.

No hay ninguna en el pueblo como tú. Toma, mi madre se ponía esto el día de la fiesta.

Ha sacado una caja de terciopelo rojo, de debajo del cojín. Pepa se queda sorprendida, abre la caja, collar y pendientes de perlas y una pulsera antigua de oro. Pepa se ha emocionado, nunca ha llevado unas joyas así, no es que sean espectaculares, son sencillas pero de calidad. Se ha quedado con la caja entre las manos, quieta, sin decir nada.

Si no quieres, si no te gusta, lo que quieras, puedes hacer lo que quieras.

Claro que me gusta y por supuesto que me lo pongo.

Está guapa, muy guapa. El embarazo la favorece, el vestido es sencillo pero ella tiene estilo, sabe llevarlo. Se pone los zapatos del día de la boda.

Con esos zapatos no andas bien.

Me caí porque el suelo estaba resbaladizo. Tienes buena memoria, solo los viste ese día y te acuerdas.

Ni buena ni mala, normal. La memoria sirve para acordarse. Si no la usas, para qué sirve.

No sé si prefiero que hables o que te calles.

Han llegado al pueblo en la furgoneta. Serafín, le ayuda a bajar, ella se lo ha pedido.

Deberías comprar un coche, aunque sea pequeño; cuando me ponga más gorda, no sé si podré subir en este chisme.

Se hará lo que se tenga que hacer.

Dan la vuelta a la calle y llegan a una casa grande, señorial, antigua, con balcón. Remigia está en la puerta, se apresura a abrir, ha mirado a Pepa; sobre todo, le ha mirado las joyas.

Hay un recibidor muy grande, con una mesa puesta con un piscolabis. Pepa, se queda parada junto a la mesa observando la variedad y calidad de los alimentos.

Es costumbre que tomen un bocado los que entren a saludar.

¿Y a quién vamos a saludar?

Es a nosotros a los que vendrán a saludar.

¿Esta casa es tuya?

Sí, de mis abuelos, por parte de mi madre. Yo nací aquí. Hay que subir al balcón. La procesión no tardará en pasar, la gente vendrá después. Mis abuelos tenían esta costumbre, mis padres también, es lo que toca.

Todo es antiguo pero cuidado, con detalle, sobrio. Pepa va boquiabierta, no se parece en nada a su casa, que a pesar de pintarla y ponerle cortinas, está como desmantelada. No resulta acogedora y es principalmente, por la falta de mobiliario; solo lo imprescindible, la mayoría de las habitaciones sin nada. En cambio, en esta casa, hay de todo. Butacas, sofás, cómodas, cuadros, figuras de porcelana. Nada en exceso, pero evidentemente, es una casa donde se ha vivido con comodidad y gusto.

Si tienes esta casa ¿por qué vives en la otra?

Me gusta el campo, tengo lo que necesito, aquí hay demasiadas cosas inútiles. No es necesario tanto para vivir. Pero a mi madre le gustaba así. Solo vengo en este día. Remigia se encarga de prepararlo. La mujer de Bartolo, se ocupa de limpiarla durante todo el año.

Pepa se ha sentado en una butaca, repanchigada.

Es una barbaridad, que la tengas para venir un rato una vez al año, con todos estos muebles sin utilizar. Y en casa, ni un miserable sofá, ni una media butaca; lo único decente es el despacho. Y si no la quieres, ¿por qué no la vendes?

En mi familia no vendemos, compramos. Aquí puede que quiera vivir mi hijo, yo no quise, a mi padre le pareció bien. A mí también me parecerá bien lo que quiera mi hijo.

Nuestro.

¿Qué?

El niño, es nuestro, no es solo tuyo.

Ya. Salgamos al balcón, están llegando.

¿Qué virgen es?

No es virgen, aquí no hay vírgenes, es San Eleazar.

Tenía que ser raro hasta el santo del pueblo, en mi vida he oído ese nombre.

Triste, ese es el aspecto de la procesión. Un par de tambores redoblando, dos hileras de personas. A un lado los hombres, al otro las mujeres. Portada por los anderos, un anda, con una pequeña figura representando al santo. Detrás el cura, con un par de monaguillos. Al terminar, bajan. Al poco comienzan a entrar algunas personas. Serafín le va presentando, se limita a decir “mi mujer”. Hombres y mujeres le han dado la mano, nadie le ha besado. Apenas un par de palabras y directos a la mesa. Pepa, no sale de su asombro, nadie hace conversación con Serafín, ni con ella; pero comer, comen de lo lindo. Alguna palabra suelta, es todo lo que ha podido decir y que le han dicho. Serafín no deja de moverse, igual lo tiene a un lado que a otro. Unas dos horas con semejante “fiesta”. A casi las once de la noche regresan a casa. En silencio los dos. Remigia y Anselmo se han quedado a recoger.

Ha dicho, Remigia, que hay cordero asado para cenar. Cenamos en la cocina ¿te parece?

Nunca como en la cocina.

Tampoco has tenido mujer y ahora la tienes. Así que hoy cenas en la cocina, el asado tendrá el mismo sabor. Ahora entiendo que no me presentaras a nadie. Para lo que ha servido, igual me daba pasar cien años sin que lo hicieses.

Ya.

Creí que los únicos raros erais los de esta casa, y no, es el sello del pueblo.

Yo hablo poco con la gente, para qué.

Y, a mí, por lo visto, me consideras gente.

Tú eres mi mujer.

Pero tampoco hablas conmigo, para qué, no hay de qué, ¿no es eso?

Estamos hablando.

Sí, ahora, pero, ¿cuántas veces lo hacemos? Pocas Serafín, muy pocas. Y ni siquiera nos conocemos. Vamos a tener un hijo, llevamos cinco meses viviendo juntos, y apenas sé nada de ti, ni tú de mí. No te interesa nada de mí. En fin, qué le vamos hacer. Vas a tener razón, estos zapatos no son buenos para andar, me duelen los pies.

Has estado mucho tiempo de pie sin moverte un paso, eso es malo. Hay que moverse, yo me muevo.

Sí, no hace falta que lo digas, me estabas poniendo de los nervios, nunca sabía si te tenía a la derecha o a la izquierda. Entonces lo haces porque no te duelan los pies. Hay que ver, yo pensaba que eras inquieto y resulta que es por los pies.

No me aguanto entre la gente, no sé qué hay que decir. No los tratas, no sabes lo que quieren, ni ellos lo que uno quiere. Hablan de nada, por hablar, no tiene sentido.

Pensando así, es lógico que no hables. Pero si todo el mundo hiciera igual, el mundo estaría en silencio, no llegaríamos a conocernos. Hay que hablar, aunque sea del polvo de la calle, para ir conociéndose. De una cosa se pasa a otra y llegas, a tener aprecio por las personas.

Ya, dicen muchas tonterías, para qué escucharlas.

Tendré que mirar bien lo que hablo, si quiero que me escuches.

Tú eres mi mujer.

Sí, eso ya lo sé, me lo recuerdas a menudo, como si yo no tuviera memoria. La tengo, ¿sabes? Además de, memoria, hay que tener entendederas, que sirven para ir comprendiendo.

Ya.

Ya, qué; con el maldito ya, lo dices todo y no sé, si te cachondeas de mí, o es que estás de acuerdo con lo que digo.

Pues eso mismo, que hay que atender para entender. Si vale la pena entender, si no, para qué.

Me voy a dar una ducha, porque me empiezo a cabrear. No tengo aún claro, si me atiendes o me desatiendes porque no te interesa lo que digo. Y no sé si quiero tenerlo claro.

CONTINUARÁ...


No hay comentarios: