11 septiembre 2010

CUÉNTAMELO

Hoy quiero iniciar una experiencia nueva para mí. Sé que a muchos no les gusta leer un libro en la pantalla del ordenador, a mí tampoco. El placer de coger un libro y manosearlo, es un añadido al que supone la lectura. Pero hay historias que pueden resistir la frialdad de una pantalla, porque llevan el calor suficiente en lo que relatan. “Cuéntamelo” es uno de esos cuentos que no te dejan indiferente, aunque lo leas sin manosear. Lo que me he propuesto es ir, quizá no a diario, pero sí con frecuencia, colgando en mi blog las hojas de mi novela. Quienes ya la han leído se han divertido y, de eso se trata, de reír un poco en época de crisis. Así voy a titular este espacio. “Reír en tiempo de crisis” Y creo que podéis hacerlo con:

Cuéntamelo, Capítulo 1



El matrimonio es la principal causa de divorcio.

Groucho Marx

Serafín vivía en una aldea, era el rico del lugar. Tenía más ovejas, cerdos y vacas, que el resto de sus vecinos juntos. Una casa grande, la mayor del pueblo.

Tres camiones, cuatro tractores para labrar sus tierras. Dos vehículos todo-terreno para los trabajadores. La mayor finca de la comarca, con su vivienda y, una furgoneta mercedes vieja para su uso. Cosechaba hortalizas, trigo, forraje, viñedos y, poseía un gran olivar. Era el dueño del único bar-tienda del pueblo, en el que vendía de todo. Desde un paquete de café, hasta uno de esos aparatos modernos que servían para hablar, desde fuera del pueblo. Ya que, al parecer, dentro del pueblo estaban sordos. Telefonillos los llamaban.

Serafín era menudo, más bien bajito, muy bajito, apenas metro y medio. Llevaba siempre botas con tacón cubano. Vestía, invariablemente, todo el año, con pantalón de pana y chaqueta de piel de vaca descolorida, sin forro. Una camisa a cuadros, completaba el atuendo.

A Serafín le faltaban dos dientes y, algunas muelas, ni sabía lo que era un dentista. En su rostro destacaba un bigotito rojillo, pues era pelirrojo. Una nariz pequeña, media aplastada, consecuencia de una perdigonada cuando era niño.

Ojos azules, permanentemente abiertos, de par en par, rasgados y diminutos. Orejas de soplillo.

Su voz era aflautada lo cual no contribuía, precisamente, a imponer respeto. Si sumamos a su aspecto birrioso, la aparente timidez; nos encontramos con una persona, que a pesar de ser el rico del pueblo, llevaba toda su vida intentando pasar inadvertido. Lo que no le era fácil, ya que, obligado por sus responsabilidades, tenía que relacionarse con la gente con demasiada frecuencia para su gusto.

Era objeto, con asiduidad, de imitaciones y bromas. Tenía de mote “ardillita” por sus movimientos rápidos y constantes, parecía no poder parar. Y es que, no se sentía a gusto entre la gente. Prefería las ovejas, con las que hablaba y, desahogaba sus necesidades carnales. No conociendo mujer, ni hombre por supuesto, en ese aspecto. Rondaba la cuarentena.

Andaba en los últimos tiempos taciturno, más de lo habitual. Un pensamiento le torturaba noche y día, casarse. Lo había decidido, pero no sabía cómo, ni con quien hacerlo.

Llevaba en el bolsillo de la chaqueta un pequeño transistor, le permitía estar informado. Le evitaba entablar conversación si se cruzaba con alguien, pues siempre lo llevaba en marcha y, además, con el volumen alto. Nunca leía el periódico.

Hubiese querido hablar de su problema con alguien, siempre solitario; evitando relacionarse, si no era por motivos de trabajo, carecía de amigos. No tenía confianza con nadie, ni siquiera con el cura. Obviamente, no pisaba la iglesia.

No era por no creer en Dios, lo hacía por evitar a la gente. En Dios sí creía y, cada día le recriminaba por haberle dado tan poca gracia a su cuerpo. Solía amanecer con el sol; tras el afeitado, siempre con agua fría y navaja, observaba su rostro y le decía a Dios.

“Ya te vale, lo descansado que te quedaste, dándome todo lo feo. Por lo menos, manténme la salud, que es lo único bueno que tengo. Y, a fin de cuentas, lo único que vale y, eso es de agradecer.”

Tras semejante oración, se persignaba y empezaba su jornada.

Tenía un buen número de braceros en nómina; un cachicán que controlaba todo y, con el que mantenía conversación a diario, sólo de las faenas. Del bar-tienda se hacía cargo un primo, pasaban cuentas una vez al mes. Con él vivían, que no convivían, Anselmo y su mujer Remigia, que se ocupaban de todo lo de la casa.

Con ellos tampoco hablaba gran cosa, las comidas las hacía solo.

Pasaba el día de aquí para allá, controlando, sin cruzar media palabra con los peones. No es que les tratara mal, simplemente, no les trataba. Les pagaba lo que era costumbre y, les daba las fiestas correspondientes. Los trabajadores estaban contentos, cumplían, pues ya se encargaba el capataz de que lo hicieran.

Confianzas con el amo, ninguna. Al atardecer se encerraba en su despacho, hasta la hora de la cena, para anotar en los libros de contabilidad lo procedente. Y en un diario, todo lo acontecido durante la jornada.

Durante la cena, solía ver un rato la televisión, tras el telediario, a la cama. Solamente los sábados se acostaba más tarde. El resto de la semana, a las diez de la noche ya dormía como un bendito.

Ni bares, ni cines, ni cafés; nada de nada. Solo dos o tres visitas a la semana, a las ovejas.

“Sin abusar, que te puedes enviciar y, te volverás majareta.”

Le aconsejó su tío Mariano, que fue quien le instruyó en tal actividad. Y, Serafín, cumplía a rajatabla lo dicho por su tío; aunque ganas, lo que se dice ganas, tenía todos los días.

Escuchaba en su transistor, los sábados, un programa titulado “Cuéntamelo”.

Uno de esos a los que llama la gente, cuenta sus problemas y, le dan solución. Con una facilidad pasmosa, a cualquier embrollo, por gordo que sea el tema que se plantee, siempre le dan respuesta. Contaban problemas familiares, de amores, sexuales, económicos; todo tenía remedio, con buena voluntad y, un poco de sentido común. Esas eran las claves, según Olvido Buendía, psicóloga encargada de conducir el programa. Serafín escuchaba con toda atención, era fiel seguidor.

En varias ocasiones, había pasado por su mente llamar, nunca se atrevía.


CONTINUARÁ...

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